domingo, 9 de diciembre de 2007

Los olvidados

Salud Hernández-Mora. Columnista de EL TIEMPO.

Elizabeth era una mujer fuerte, valerosa. Se derrumbó cuando alguien le comunicó una noticia que intuía pero no quería escuchar: a sus papás los asesinaron en cautividad. Poco después recibió la llamada de un desmovilizado: si quería los cadáveres, tendría que pagar por ellos. Le tiró el teléfono advirtiéndole antes que sólo daba dinero por sus padres vivos.
Ha pasado un año desde entonces y tres desde que el Eln los secuestró, y aún no sabe qué creer. A pesar de las dudas, el próximo año tiene que iniciar los trámites para declararlos muertos porque la vida sigue y hay procesos administrativos que no dan espera. "Tengo que ser muy fuerte para aceptar ese paso", se repite a sí misma cada mañana. Enterrarlos en su mente y en su corazón, perder por completo la esperanza de volverlos a abrazar, aceptar que quizá nunca tenga los restos, es un paso que no sabe si será capaz de dar, si le quedará un soplo de ánimo para superar la muerte de sus papás septuagenarios en circunstancias desconocidas.
Cómo murieron, por qué los mataron, qué pensaron en su último suspiro, si se dieron cuenta de que llegaba su hora final, si pudieron consolarse, cogerse de las manos, despedirse, si sintieron que ella los abandonó, que no luchó lo suficiente para liberarlos... Tantas preguntas que martillean su mente a cada rato, que no la dejan recobrar la serenidad porque hablar de felicidad es una quimera. Si al menos los elenos tuvieran el coraje de confesar el doble crimen, explicar las circunstancias en que los asesinaron y señalar su fosa, su vida tomaría otro camino, incluso dejaría de llorar y sus hijos no tendrían que seguir soportando el ambiente lúgubre y sombrío que impregna todo el hogar.
Adoraba a su mamá, Eliana Campo, una mujer que había recibido muchos golpes en la vida. Perdió a sus dos hijos pilotos en accidentes aéreos. La mujer intentaba mantener la alegría, arroparse en su hija y sus nietos para esquivar los estados depresivos en los que caía con frecuencia.
Como si no fuera suficiente desgracia, pasó sus días finales sufriendo dolores del alma y del cuerpo. Necesitaba estar rodeada de los suyos, sentirlos cerca, para seguir apegada a la vida. Y su físico no soportaba las condiciones duras de su secuestro.
Es fácil imaginar que su marido, Mario Sarmiento, un hombre recio, que siempre la protegió, intentaría aliviarle sus pesares, aligerarle los padecimientos.
Pero no sabemos quién murió primero ni si le permitieron permanecer siempre al lado de su esposa, rodearla del cariño que necesitaba, animarla en sus días opacos en los que el sol no brillaba.
El secuestro tiene esa cara desconocida fuera de nuestras fronteras e ignorada dentro de ellas. El de los rehenes que la guerrilla mató porque le dio la gana, de los que no quiere dar razón porque el ser humano en su poder es una mercancía con fecha de caducidad. Si no la renuevan a tiempo, la botan en cualquier hueco y la cambian por otra nueva.
Dios quiera que en esta fugaz ola de solidaridad con los secuestrados la sociedad se acuerde de los cientos de rehenes desaparecidos cuyas familias suspiran por darles una sepultura digna.
En ese fondo de cien millones de dólares para recompensas por secuestrados vivos, en País Libre le rogamos al Presidente que recuerde a los que fallecieron y no devolvieron ni explicaron su muerte. Que pague por señalar sus tumbas, por revelar detalles del crimen. Muchos creerán que para qué preocuparse por los muertos cuando hay tantos vivos sufriendo. Pero es que los familiares de los secuestrados desaparecidos, al igual que los cautivos, son muertos en vida.
NOTA. Los campesinos de Ortega (Cauca) formaron unas autodefensas con armas artesanales para protegerse de los ataques guerrilleros. Se desmovilizaron y están integrándose al pueblo. Los animo a poner su grano de arena comprando estas Navidades en los Juan Valdez 'El café de la Reconciliación' que con tanta esperanza cultivan.


Salud Hernández-Mora

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